Crimen organizado y libertad religiosa

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Informes anteriores realizados por el Observatorio de Libertad Religiosa en América Latina demuestra el poder de facto ejercido por líderes de grupos criminales conlleva la implementación de una estructura organizada que opera en la sociedad, en la que el gobierno y/o las fuerzas de seguridad del estado tienen poca o nula injerencia. Esta situación trae consigo que los gobiernos locales muchas veces tengan que negociar con grupos criminales para realizar funciones básicas de asistencia social, incluso se ven circunstancialmente- obligados a pagar cuotas para ingresar a determinadas áreas. En otros casos, dado el alto nivel de corrupción en los gobiernos latinoamericanos- son las mismas autoridades las que, en colusión con estos grupos criminales, hacen posible la continuidad de sus actividades ilegales.

En Colombia, especialmente por la continuidad de las cifras alarmantes de violencia durante la etapa post-electoral, congregaciones, iglesias, comunidades de fe nacionales y redes
internacionales solidarias, se pronuncian constantemente ante los graves hechos que vienen padeciendo las comunidades indígenas,
afrodescendientes y campesinas con motivo del conflicto armado; sin embargo, la respuesta de las autoridades ante los hechos motivos de denuncia por parte de las comunidades religiosas sigue siendo insuficiente y tardía. Así, el aumento escalonado de la violencia social tiene su correlativo en la mayor vulnerabilidad de
las comunidades religiosas por parte de grupos armados, los que, incluso han obligado a estas comunidades a apoyar los intereses políticos de los grupos armados a través de dinámicas de violencia y presión. Sin mencionar otras tácticas como la restricción del libre tránsito, al punto de impartírseles un confinamiento forzoso en
ciertas áreas del país.

En México, las actividades pastorales y humanitarias de las comunidades religiosas son percibidas como una amenaza para los intereses ilícitos y autoridad de facto que ejercen los grupos criminales. La reacción es de ensañamiento (cada vez con mayor
crueldad) en contra de los líderes religiosos y activistas defensores de derechos humanos que exhortan el cese de la violencia. No obstante, la situación evidente de vulnerabilidad de los ministros de cultos y de los miembros activos de sus comunidades religiosas, los lazos de corrupción entre criminales y funcionarios públicos son tan fuertes que, a pesar de las denuncias públicas hechas al respecto, hasta el momento los perpetradores de la violencia continúan actuando en impunidad.

En el caso de Haití, la peculiaridad radica en que siendo un país con una sociedad resquebrajada producto de muchos años de inestabilidad política y guerras civiles que ha ido convirtiendo al Estado en una estructura débil e ineficaz, son los grupos criminales los que ejercen control total sobre muchas zonas del país y tal como pasa en otras latitudes, ven a los líderes religiosos como una amenaza a sus intereses y deseos de estabilidad para obtener el mayor provecho económico posible. Así, son frecuentes los robos, secuestros, extorsiones, así como saqueos a templos de culto y edificios de organizaciones confesionales, incluso el asesinato de misioneros.


En Honduras como en El Salvador, representantes religiosos y laicos han sido blanco de amenazas y ataques por su defensa de los derechos humanos y denuncia de la violencia social y/o el abuso del poder ejercido sobre los sectores más vulnerables de la población, especialmente de las comunidades indígenas. El continuo llamado público en favor de los más indefensos los ha colocado en riesgo, más aún si son vistos como un obstáculo, especialmente por parte de los grupos criminales que operan en gran parte del país, para la continuidad de las actividades criminales, ante la mirada ausente – y a veces cómplice- de las autoridades. Una mención especial merece lo ocurrido en El Salvador, pues aunque desde marzo 2022 rige un Estado de Excepción con el objetivo de erradicar la presencia de las pandillas y su accionar criminal, este tipo de medidas no sólo han incrementado las denuncias por abusos de las fuerzas estatales (y otro tipo de acciones que serán mencionadas en el siguiente apartado), sino que tampoco han logrado erradicar a cabalidad
la cultura de terror impuesta por las pandillas y han dejado en mayor indefensión a los sectores más vulnerables.

En este contexto, el derecho a la libertad religiosa se ve limitado sobre todo en su dimensión colectiva ya que la violencia e inseguridad del entorno impide el pleno disfrute de facultades relacionadas con adorar o reunirse en conexión con una religión o creencia, establecer y mantener locales para estos propósitos, enseñar una determinada religión e incluso celebrar fiestas o ritos religiosos. Todo ello sin mencionar las limitaciones al derecho
a la seguridad e integridad de quienes buscan detener la situación a través de actuaciones inspiradas en sus creencias religiosas, sobre
todo cuando esto implica ser considerados por grupos criminales como obstáculos que deben ser erradicados o por lo menos controlados por cualquier medio posible.

Material completo en: file:///C:/Users/rcc/Downloads/REPORTE-BIANUAL-JULIO-DICIEMBRE-2022_230308_074134.pdf

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